Libro de Horas de Juana I de Castilla

f. 8r, Oración a la Santa Faz


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En el Libro de horas de Juana I de Castilla, se ha preferido mostrar al Salvator mundi, a través de la representación de un Cristo triunfante, como soberano universal, con un tipo facial joven, de cabellos y barba largos, siguiendo, por un lado, la iconografía del filósofo o del pedagogo griego y, por otro, la descripción de Jesús que habría sido enviada a través de una epístola al senado romano por Publio Léntulo, el predecesor de Poncio Pilato, en donde se describía los cabellos, sombríos y color de vino, partidos por una raya en medio y cayendo sobre los hombros; la barba abundante, del mismo color que los cabellos, y partida. La carta de Publio Léntulo insiste en la belleza del rostro. La pintura del Libro de horas de Juana I de Castilla muestra al Señor totalmente frontal –rasgo que indica su omnisciencia e importancia–, realizando la bendición latina con la mano derecha –esto es, con los dedos pulgar, índice y corazón extendidos aludiendo a la Santísima Trinidad–; sujetando con la izquierda una gran esfera de cristal dividida en tres partes por dos fajas de oro como clara la alusión a los tres continentes conocidos, siguiendo las representaciones isidorianas del mundo figuradas bajo el esquema OT; encima de la esfera, en la parte que correspondería a Jerusalén, se levanta una gran cruz griega guarnecida de esmeraldas y perlas. Sobre la túnica, del mismo tono que el manto, corre el galón ribeteado de perlas de la estola cruzada a lo largo del pecho con una cruz roja bordada. En el fondo, se ha representado la irradiación luminosa del Señor. El retrato se encuentra rodeado de un fino marco dorado y biselado, en cuya parte inferior se ha escrito la rúbrica e inicio de la oración «Salutatio b[ea]te uero[n]ice/Salue sancta facies.». El cuadro donde se muestra el rostro del Salvador destaca sobre una orla de tipo arquitectónico que recuerda un retablo tardogótico, donde, junto a los pináculos, y bajo arcos polilobulados, se encuentran, como si fueran estatuas, las representaciones de dos santos mártires –el que se encuentra en la parte superior con una lanza y el de la inferior, con una espada–. Debajo de una tracería tardogótica, aparece escrita, con letras formadas por tallos leñosos de acanto, el inicio de la oración a la santa faz «salve · sancta · fac».
 
El origen de la imagen del Salvator mundi es oriental: en primer lugar, hay una influencia del sistema de retrato antiguo griego de encerrar el busto en un marco rectangular, que, en el caso de Cristo, derivaba de las efigies oficiales de los emperadores –sacrae imagines– o de los cónsules, iniciándose este proceso hacia el siglo iv a través de determinados modelos iconográficos que aluden a las ideas de soberanía, victoria, poder o justicia. La imagen cristianizada daría lugar a la iconografía del Pantocrátor –bendiciendo, pero con un libro–, inspirada en el Palaios tôn hêmerôn bizantino, donde se manifiesta la gloria de Cristo, su naturaleza divina por contraste con su humanidad sometida al sufrimiento y a la muerte, esto es, concebido como Cristo eterno y no como Jesucristo encarnado. Por otro lado, en miniaturas otonianas, la figura de Cristo se apoderó de imágenes del poder imperial, como el orbe, generalmente sostenido en la mano izquierda, que simboliza, en este contexto, el dominio universal del Salvador. La imagen de busto del Salvator Mundi representa, sin embargo, a Cristo como rey de la gloria. Con este título, ocupa frecuentemente la parte superior de los retablos del Trecento. Sin embargo, fue en los Países Bajos en donde el Salvator mundi recibió su forma definitiva: Cristo visto frontalmente, como rey de la gloria, con vestiduras regias, la mano derecha alzada en un gesto de bendición y el globo terrestre en la izquierda. Durante el siglo xv, el motivo se reemplazó por imágenes que se concentraban en los sufrimientos del Salvador. No obstante, mediada ya la centuria, el tema del Salvator mundi conoció una recuperación importante en los Países Bajos y, sobre todo, en el dominio del arte de devoción para el uso privado y de la ilustración de libros, comenzando su expansión en la miniatura neerlandesa. Durante los dos últimos decenios de la centuria, la mayoría de los libros de horas realizados en el entorno de Gante y Brujas contaban con un retrato del Salvator mundi, siendo tal su fortuna que pervivió en el siglo xvi, como puede verse en el Libro de horas de las flores de Simon Bening (Munich, Bayerische Staatsbibliothek, Clm 23637, f. 7v.). Entre sus antecedentes, en Flandes debe contarse con una tabla atribuida a Jan van Eyck (Brujas, Groeningemuseum), fechada en enero de 1440. No obstante, en los Países Bajos, donde esta imagen contó con el favor de los pintores, no suscitó ningún desarrollo posterior en escenas narrativas por la falta de un contexto apropiado en que la figura pudiera insertarse: ninguna narración evangélica podía acoger a un Salvador regio. Por su parte, en Italia, donde la estabilidad iconográfica estaba menos marcada que en el norte, ocurrió el fenómeno contrario, al no tratar de representar una historia e insertar la imagen en un contexto estático en que se resalta la idea original del Salvator Mundi: el poder y la gloria de Dios. Esta imagen, a su vez, podía servir como ayuda a la contemplación sin el texto: como muchos de los cristianos de la Edad Media, los propietarios de libros de horas creían que contemplar imágenes de este tipo era, en sí, una forma de oración. De esta forma, este tipo de manuscritos de devoción creaban un espacio físico y psíquico para la soledad y la contemplación, llegando a ser, por ejemplo, la imagen del Salvator Mundi, un padre, amigo o confidente a quien poder exponer su dolor o su alegría.
 

f. 8r, Oración a la Santa Faz

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f. 8r, Oración a la Santa Faz

En el Libro de horas de Juana I de Castilla, se ha preferido mostrar al Salvator mundi, a través de la representación de un Cristo triunfante, como soberano universal, con un tipo facial joven, de cabellos y barba largos, siguiendo, por un lado, la iconografía del filósofo o del pedagogo griego y, por otro, la descripción de Jesús que habría sido enviada a través de una epístola al senado romano por Publio Léntulo, el predecesor de Poncio Pilato, en donde se describía los cabellos, sombríos y color de vino, partidos por una raya en medio y cayendo sobre los hombros; la barba abundante, del mismo color que los cabellos, y partida. La carta de Publio Léntulo insiste en la belleza del rostro. La pintura del Libro de horas de Juana I de Castilla muestra al Señor totalmente frontal –rasgo que indica su omnisciencia e importancia–, realizando la bendición latina con la mano derecha –esto es, con los dedos pulgar, índice y corazón extendidos aludiendo a la Santísima Trinidad–; sujetando con la izquierda una gran esfera de cristal dividida en tres partes por dos fajas de oro como clara la alusión a los tres continentes conocidos, siguiendo las representaciones isidorianas del mundo figuradas bajo el esquema OT; encima de la esfera, en la parte que correspondería a Jerusalén, se levanta una gran cruz griega guarnecida de esmeraldas y perlas. Sobre la túnica, del mismo tono que el manto, corre el galón ribeteado de perlas de la estola cruzada a lo largo del pecho con una cruz roja bordada. En el fondo, se ha representado la irradiación luminosa del Señor. El retrato se encuentra rodeado de un fino marco dorado y biselado, en cuya parte inferior se ha escrito la rúbrica e inicio de la oración «Salutatio b[ea]te uero[n]ice/Salue sancta facies.». El cuadro donde se muestra el rostro del Salvador destaca sobre una orla de tipo arquitectónico que recuerda un retablo tardogótico, donde, junto a los pináculos, y bajo arcos polilobulados, se encuentran, como si fueran estatuas, las representaciones de dos santos mártires –el que se encuentra en la parte superior con una lanza y el de la inferior, con una espada–. Debajo de una tracería tardogótica, aparece escrita, con letras formadas por tallos leñosos de acanto, el inicio de la oración a la santa faz «salve · sancta · fac».
 
El origen de la imagen del Salvator mundi es oriental: en primer lugar, hay una influencia del sistema de retrato antiguo griego de encerrar el busto en un marco rectangular, que, en el caso de Cristo, derivaba de las efigies oficiales de los emperadores –sacrae imagines– o de los cónsules, iniciándose este proceso hacia el siglo iv a través de determinados modelos iconográficos que aluden a las ideas de soberanía, victoria, poder o justicia. La imagen cristianizada daría lugar a la iconografía del Pantocrátor –bendiciendo, pero con un libro–, inspirada en el Palaios tôn hêmerôn bizantino, donde se manifiesta la gloria de Cristo, su naturaleza divina por contraste con su humanidad sometida al sufrimiento y a la muerte, esto es, concebido como Cristo eterno y no como Jesucristo encarnado. Por otro lado, en miniaturas otonianas, la figura de Cristo se apoderó de imágenes del poder imperial, como el orbe, generalmente sostenido en la mano izquierda, que simboliza, en este contexto, el dominio universal del Salvador. La imagen de busto del Salvator Mundi representa, sin embargo, a Cristo como rey de la gloria. Con este título, ocupa frecuentemente la parte superior de los retablos del Trecento. Sin embargo, fue en los Países Bajos en donde el Salvator mundi recibió su forma definitiva: Cristo visto frontalmente, como rey de la gloria, con vestiduras regias, la mano derecha alzada en un gesto de bendición y el globo terrestre en la izquierda. Durante el siglo xv, el motivo se reemplazó por imágenes que se concentraban en los sufrimientos del Salvador. No obstante, mediada ya la centuria, el tema del Salvator mundi conoció una recuperación importante en los Países Bajos y, sobre todo, en el dominio del arte de devoción para el uso privado y de la ilustración de libros, comenzando su expansión en la miniatura neerlandesa. Durante los dos últimos decenios de la centuria, la mayoría de los libros de horas realizados en el entorno de Gante y Brujas contaban con un retrato del Salvator mundi, siendo tal su fortuna que pervivió en el siglo xvi, como puede verse en el Libro de horas de las flores de Simon Bening (Munich, Bayerische Staatsbibliothek, Clm 23637, f. 7v.). Entre sus antecedentes, en Flandes debe contarse con una tabla atribuida a Jan van Eyck (Brujas, Groeningemuseum), fechada en enero de 1440. No obstante, en los Países Bajos, donde esta imagen contó con el favor de los pintores, no suscitó ningún desarrollo posterior en escenas narrativas por la falta de un contexto apropiado en que la figura pudiera insertarse: ninguna narración evangélica podía acoger a un Salvador regio. Por su parte, en Italia, donde la estabilidad iconográfica estaba menos marcada que en el norte, ocurrió el fenómeno contrario, al no tratar de representar una historia e insertar la imagen en un contexto estático en que se resalta la idea original del Salvator Mundi: el poder y la gloria de Dios. Esta imagen, a su vez, podía servir como ayuda a la contemplación sin el texto: como muchos de los cristianos de la Edad Media, los propietarios de libros de horas creían que contemplar imágenes de este tipo era, en sí, una forma de oración. De esta forma, este tipo de manuscritos de devoción creaban un espacio físico y psíquico para la soledad y la contemplación, llegando a ser, por ejemplo, la imagen del Salvator Mundi, un padre, amigo o confidente a quien poder exponer su dolor o su alegría.
 

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