Según nos cuenta Odorico da Pordenone, durante su viaje por Oriente en el siglo XIV llegó a una ciudad llamada Camsaí, que describe como la más grande y maravillosa del mundo. Según su relato, su circunferencia alcanzaba las cien millas, y no había en ella un solo palmo de tierra deshabitado. En muchas casas vivían hasta doce familias, y aun así, los suburbios eran más populosos que la ciudad misma.
Estaba construida sobre las aguas de una laguna, como Venecia. A un lado la bordeaba un río ancho, y sobre sus canales navegaban incesantemente embarcaciones que servían para el transporte y el comercio. Era tan extensa que, según los viajeros, podía caminarse durante seis o siete días a través de sus arrabales sin advertir los límites de la ciudad. De la misma manera la describe Marco Polo, describe esta región como, "la Ciudad del Cielo", la urbe más bella y grandiosa del mundo, rodeada de canales y puentes infinitos.
En ella convivían cristianos, musulmanes, sarracenos, mercaderes y gentes de diversas regiones, lo que la convertía en un centro de intercambio y tránsito excepcional. Abundaban el pan, la carne, el vino y el arroz. El vino local, llamado bigin, era considerado una bebida noble.
Durante su estancia, Odorico fue hospedado por un hombre poderoso convertido al cristianismo, quien un día, navegando, lo llevó hasta un monasterio. A su llegada, el anfitrión pidió a uno de los religiosos que mostrara al visitante alguna manifestación que pudiera considerar milagrosa y contar a su regreso.
El monje llenó dos cubos con las sobras de la mesa y los llevó a un jardín. Allí golpeó un címbalo, y de una colina cercana descendieron centenares de animales, algunos con aspecto de monos, otros con rasgos casi humanos. Se sentaron en orden y comieron lo que el monje les ofrecía. Cuando terminaron, volvió a sonar el címbalo y todos regresaron a la colina.
Odorico, sorprendido, preguntó el significado de aquella escena. El monje respondió que eran las almas de los hombres nobles, a quienes alimentaban por amor de Dios. El misionero, incrédulo, rechazó esta interpretación; pero el monje insistió en que cada uno de esos animales había sido, en otra vida, un hombre ilustre, mientras que las almas de los humildes renacían en criaturas viles.
El viajero comprendió entonces que se hallaba ante un mundo lleno de creencias extrañas y maravillas sin fin. Concluye su relato afirmando que esta región era la ciudad más grande, noble y próspera del mundo, un lugar tan vasto y magnífico que ningún registro podría contener todas sus maravillas.
Según nos cuenta Odorico da Pordenone, durante su viaje por Oriente en el siglo XIV llegó a una ciudad llamada Camsaí, que describe como la más grande y maravillosa del mundo. Según su relato, su circunferencia alcanzaba las cien millas, y no había en ella un solo palmo de tierra deshabitado. En muchas casas vivían hasta doce familias, y aun así, los suburbios eran más populosos que la ciudad misma.
Estaba construida sobre las aguas de una laguna, como Venecia. A un lado la bordeaba un río ancho, y sobre sus canales navegaban incesantemente embarcaciones que servían para el transporte y el comercio. Era tan extensa que, según los viajeros, podía caminarse durante seis o siete días a través de sus arrabales sin advertir los límites de la ciudad. De la misma manera la describe Marco Polo, describe esta región como, "la Ciudad del Cielo", la urbe más bella y grandiosa del mundo, rodeada de canales y puentes infinitos.
En ella convivían cristianos, musulmanes, sarracenos, mercaderes y gentes de diversas regiones, lo que la convertía en un centro de intercambio y tránsito excepcional. Abundaban el pan, la carne, el vino y el arroz. El vino local, llamado bigin, era considerado una bebida noble.
Durante su estancia, Odorico fue hospedado por un hombre poderoso convertido al cristianismo, quien un día, navegando, lo llevó hasta un monasterio. A su llegada, el anfitrión pidió a uno de los religiosos que mostrara al visitante alguna manifestación que pudiera considerar milagrosa y contar a su regreso.
El monje llenó dos cubos con las sobras de la mesa y los llevó a un jardín. Allí golpeó un címbalo, y de una colina cercana descendieron centenares de animales, algunos con aspecto de monos, otros con rasgos casi humanos. Se sentaron en orden y comieron lo que el monje les ofrecía. Cuando terminaron, volvió a sonar el címbalo y todos regresaron a la colina.
Odorico, sorprendido, preguntó el significado de aquella escena. El monje respondió que eran las almas de los hombres nobles, a quienes alimentaban por amor de Dios. El misionero, incrédulo, rechazó esta interpretación; pero el monje insistió en que cada uno de esos animales había sido, en otra vida, un hombre ilustre, mientras que las almas de los humildes renacían en criaturas viles.
El viajero comprendió entonces que se hallaba ante un mundo lleno de creencias extrañas y maravillas sin fin. Concluye su relato afirmando que esta región era la ciudad más grande, noble y próspera del mundo, un lugar tan vasto y magnífico que ningún registro podría contener todas sus maravillas.